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viernes, 11 de marzo de 2011

La lengua de las mariposas

Película: La lengua de las mariposas

España, 1999. 95 min. Color.

Director: José Luis Cuerda.

Guión: Rafael Azcona, José Luis Cuerda, Manuel Rivas.

Fotografía: Javier G. Salmones.

Música: Alejandro Amenábar.

Intérpretes:

Fernando Fernán Gómez (Don Gregorio); Manuel Lozano (Moncho); Uxía Blanco (Rosa); Gonzalo Uriarte (Ramón); Alexis de los Santos (Andrés); Jesús Castejón (D. Avelino); Guillermo Toledo (O’lis); Elena Fernández (Carmiña); Tamar Novas (Roque); Tatán (Roque Padre); Celso Parada (Macías); Tucho Lagares (Alcalde).

Sinopsis: Situada en 1936, Don Gregorio enseñará a Moncho con dedicación y paciencia toda su sabiduría en cuanto a los conocimientos, la literatura, la naturaleza, y hasta las mujeres. Pero el trasfondo de la amenaza política subsistirá siempre, especialmente cuando Don Gregorio es atacado por ser considerado un enemigo del régimen fascista. Así se irá abriendo entre estos dos amigos una brecha, traída por la fuerza del contexto que los rodea. La política y la guerra se interponen entre las personas y desembocan, indefectiblemente, en la tragedia.

¿Cómo recobrar después de esto, la inocencia? Parece ser la pregunta de josé Luís Cuerda, cuando Don Gregorio, al contrario del padre de Moncho, opte por si mismo y por sus ideales, aunque esta opción signifique la muerte. Dura y con un dramático final, La lengua de las mariposas explora el nacimiento de una vida a los horrores de una guerra.


El guión de La lengua de las mariposas, se hizo a partir de un cuento que forma parte del libro «¿Que me quieres, amor?», de Manuel Rivas. Cuenta una historia que anticipa tragedia pero no la explota; maniquea si se quiere en esa descripción de tipos (arquetipos más bien) de la España rural, en esa solapada mirada a los poderes que minan la libertad. El autor de El bosque animado retrata al cacique amenazante, al ejercito desdeñoso de la República y a una Iglesia que pierde adeptos y privilegios (imposible olvidar ese diálogo entre el cura y el profesor donde el latín se torna arma arrojadiza), pero también se inmiscuye en los dolorosos senderos de la traición, del vergonzoso paso atrás y de la pérdida de dignidad. (Ismael Alonso)


Contexto histórico

Educar para ser libres… la escuela en la segunda República española
La represión de la dictadura franquista contra los maestros
Para leer más sobre el tema La última lección del maestro Arximiro Rico
Al iniciarse la década de los años treinta, el sistema educativo español se hallaba en condiciones muy precarias. El Estado tenía una presencia débil, subordinado a la actuación de la Iglesia católica en la enseñanza. La desidia pública se manifestaba en los niveles primarios de la educación, en la discriminación que tenía lugar entre quienes podían cursar el bachillerato y quienes no tenían la posibilidad de estudiar tras la primaria, en la dejación de la enseñanza secundaria. Francisco Giner de los Ríos señalaba así: «De todos los problemas que interesan a la regeneración político-social de nuestro pueblo, no conozco uno solo tan menospreciado como el de la educación nacional». De esta forma, la Segunda República nació con un programa de reforma global del sistema educativo que incluía la construcción urgente de escuelas, la dignificación del maestro con un aumento sustancial de sus retribuciones, el establecimiento de un sistema unitario de tres ciclos, el fomento de una pedagogía activa y participativa, una concepción laica de la enseñanza. Por poner un ejemplo, en cuatro años, entre abril de 1931 y abril de 1935, el número de maestros nacionales pasó de 37.500 a 50.500. La reforma concitó la hostilidad de sectores poderosos de la sociedad española. La Guerra Civil sirvió así para que los franquistas eliminaran la educación como «escudo y defensa de la República».

(José María Maravall en el prólogo del libro: Maestros de la república: Los otros sentidos, los otros mártires, de María Antonia Iglesias).

Las ideas de un maestro

La lengua de las mariposas remite al poeta Antonio Machado y a sus explicaciones sobre el lenguaje de estos seres. También trae su parábola: un maestro de ideas republicanas en un pueblecito perdido, en los albores de lo que sería la trágica Guerra Civil Española. La película plantea, como muchas otras, esa especial relación que une a un adulto y a un menor. Don Gregorio -Fernando Fernán Gómez- maestro ya viejo, y su alumno, Moncho -Manuel Lozano- el niño que gusta de aprender y descubrir. El maestro, con sus buenas artes, se esfuerza por entrar en un mundo en el que aporta sus experiencia como maestro y sus ideas como republicano. Su trabajo se ve en la última secuencia, en esa cara de frustración del maestro al ver a su alumno que le lanza piedras cuando va, camino del fusilamiento, detenido por los falangistas. Maestros que viven en su entorno, conectados a él, a sus problemas y dificultades, que los hay y los ha habido siempre.

La tarea del maestro debe partir de un diálogo abierto y permanente entre los mismos maestros y entre ellos y su entorno social. La escuela de hoy tiene que abrirse más a sus contextos, que inevitablemente entran a ella, y ello exige replantearse el oficio del maestro tanto en el aula como en la comunidad.

La tarea del maestro es distinta en los diferentes contextos sociales y geográficos de un país. No es lo mismo trabajar en el centro de una ciudad que en la periferia, no es lo mismo trabajar en contextos sociales relativamente estables que en lugares en donde se viven las tensiones propias de la violencia; no es lo mismo trabajar con alumnos que cuentan con todos los recursos que hacerlo en condiciones de enorme pobreza.
El guión de La lengua de las mariposas, se hizo a partir de un cuento que forma parte del libro «¿Que me quieres, amor?», de Manuel Rivas. Cuenta una historia que anticipa tragedia pero no la explota; maniquea si se quiere en esa descripción de tipos (arquetipos más bien) de la España rural, en esa solapada mirada a los poderes que minan la libertad. El autor de El bosque animado retrata al cacique amenazante, al ejercito desdeñoso de la República y a una Iglesia que pierde adeptos y privilegios (imposible olvidar ese diálogo entre el cura y el profesor donde el latín se torna arma arrojadiza), pero también se inmiscuye en los dolorosos senderos de la traición, del vergonzoso paso atrás y de la pérdida de dignidad. (Ismael Alonso)


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Película: La lengua de las mariposas

España, 1999. 95 min. Color.

Director: José Luis Cuerda.

Guión: Rafael Azcona, José Luis Cuerda, Manuel Rivas.

Fotografía: Javier G. Salmones.

Música: Alejandro Amenábar.

Intérpretes:

Fernando Fernán Gómez (Don Gregorio); Manuel Lozano (Moncho); Uxía Blanco (Rosa); Gonzalo Uriarte (Ramón); Alexis de los Santos (Andrés); Jesús Castejón (D. Avelino); Guillermo Toledo (O’lis); Elena Fernández (Carmiña); Tamar Novas (Roque); Tatán (Roque Padre); Celso Parada (Macías); Tucho Lagares (Alcalde).

Sinopsis: Situada en 1936, Don Gregorio enseñará a Moncho con dedicación y paciencia toda su sabiduría en cuanto a los conocimientos, la literatura, la naturaleza, y hasta las mujeres. Pero el trasfondo de la amenaza política subsistirá siempre, especialmente cuando Don Gregorio es atacado por ser considerado un enemigo del régimen fascista. Así se irá abriendo entre estos dos amigos una brecha, traída por la fuerza del contexto que los rodea. La política y la guerra se interponen entre las personas y desembocan, indefectiblemente, en la tragedia.

¿Cómo recobrar después de esto, la inocencia? Parece ser la pregunta de josé Luís Cuerda, cuando Don Gregorio, al contrario del padre de Moncho, opte por si mismo y por sus ideales, aunque esta opción signifique la muerte. Dura y con un dramático final, La lengua de las mariposas explora el nacimiento de una vida a los horrores de una guerra.


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El contexto histórico de La lengua de las mariposas

La película trata de muchos temas: de la amistad, la escuela, la infancia, la iniciación a la vida, pero también del miedo, del terror, de las miserias de la condición humana… Habla también de la Historia. Los acontecimientos históricos que están detrás de La lengua de las mariposas”, determinan claramente la vida de los personajes, tal y como queda claro al final. Durante toda la cinta se observa un aire de nostalgia por la libertad, la esperanza y el cambio social que supuso la Segunda República española, («Gracias a la República podemos votar las mujeres», dice la madre de Moncho) y una denuncia de la bestialidad irracional de los que la derrocaron.

El golpe de estado de julio de 1936, lo urdió un sector importante del ejército (los generales Franco, Mola, Sanjurjo, Goded...), inspirado y financiado por las clases poderosas del estado, los terratenientes y la alta burguesía, que abandonaron la vía legal y parlamentaria para decantarse por las armas, el terror y la dictadura, que llevó a la muerte violenta a miles de personas partidarias de la república y de su proyecto modernizador.

El día 18 de julio de 1936, el general Franco salió de Canarias al frente del ejército insurrecto (recordar al final de la película cuando se dice «¡Hay guerra en África!»), mientras Mola declaraba el estado de guerra y ocupaba Pamplona. Paralelamente, Queipo de Llano se apoderaba de Sevilla y extendía la rebelión por Andalucía, provocando la inmediata represión contra las personas progresistas).


Educar para ser libres… la escuela en la segunda República española


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Resumen de un artículo de José Luís Murillo García

El 14 de abril de 1931 se proclamó la II República en todo el Estado español, que encarnó la democracia y la modernidad, la libertad, la educación y el progreso, la igualdad y los derechos universales para todos los ciudadanos. Una escuela pública, obligatoria, laica, mixta, inspirada en el ideal de la solidaridad humana, donde la actividad era el eje de la metodología. Así era la escuela de la II República española. De todas las reformas que se emprendieron a partir de abril de 1931, la estrella fue la de la enseñanza.

El 14 de abril de 1931, la República encontró una España tan analfabeta, desnutrida y llena de piojos como ansiosa por aprender. Y los más ilustres escritores, poetas, pedagogos, se pusieron manos a la obra. De pueblo en pueblo, con la cultura ambulante. A la espera de que se aprobara la Constitución, en diciembre, el Gobierno tomó, mediante decretos urgentes, las primeras medidas: se reconoció el Estado plural y las diferencias lingüísticas (se respeta la lengua materna de los alumnos) y al frente del Consejo de Instrucción Pública que haría caminar las reformas se nombró a Unamuno.

Se proyectó la creación paulatina de 27.000 escuelas, pero mientras, los ayuntamientos adecentaron salas donde educar a los niños. Y a los mayores. Hubo incluso alguna escuelita en las salas de autopsia de los cementerios. Donde se podía. Entonces las maestras desempeñaron un papel primordial: enseñaban en sus casas con la subvención del ayuntamiento.

La República se propuso llenar las escuelas con los mejores maestros. Pero los docentes de la época tenían una formación casi tan exigua como su salario. El sueldo miserable de aquellos voluntariosos maestros subió a 3.000 pesetas al tiempo que se organizaban para ellos cursos de reciclaje didáctico. En las Semanas Pedagógicas recibían asesoramiento de los inspectores, para aumentar su formación. La carrera de Magisterio, elevada a categoría universitaria, dignificó la figura del maestro. A los aspirantes se les exigió, desde entonces, tener completo el bachillerato antes de matricularse en las Escuelas Normales, donde se enseñaba pedagogía y había un último curso práctico pagado.Se hizo del maestro la persona más culta, eran los intelectuales de los pueblos y, con toda la precariedad en que vivían, ejercieron de una forma digna.

Comenzó a tejerse un sistema educativo que puso el énfasis en el alumno, le hizo protagonista de las clases y de su formación. Los niños salían al campo para estudiar ciencias naturales, se trataron de sustituir los monótonos coros infantiles recitando lecciones de memoria por el debate participativo y pedagógico; los niños y las niñas se mezclaron en las mismas aulas, donde se educaban en igualdad, y se favoreció un tránsito sin sobresaltos desde el parvulario a la universidad. Fue una escuela en la que se educó a los niños atendiendo a su capacidad, su actitud y su vocación, no a su situación económica. La educación pública recibió financiación para ello, y eso era algo que la escuela privada miró con recelo. Todo tenía el aroma pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza, que fue el soporte intelectual en el que se apoyó la República. Aunque diseñó una escuela más laica.

En 1933 hay de nuevo elecciones. La mujer estrenó el voto femenino y la derecha -la CEDA de Gil Robles- llegó al poder. Los progresistas verán cómo se frenó la financiación educativa y las medidas laicas, aunque no se derogaron, fueron escamoteadas.

Misiones Pedagógicas y Colonias Escolares

Antes que educar, la República se vio obligada a dar de comer a los niños. Incluso a vestirlos. Había cantinas y roperos escolares y cobraron fuerza las Colonias Escolares que ya antes había puesto en marcha Bartolomé Cossío. Los niños viajaban al mar o a la montaña. Hacían deporte, se divertían. Pero, sobre todo, comían. Hubo medidas urgentes que no podían esperar y que se adoptaron a golpe de decreto, hasta que fue aprobada la Constitución. Lo más revolucionario que puede hacerse, después de facilitar alimentación, fueron aquellas Misiones Pedagógicas, de cuyo patronato fue también presidente Cossío. En destartaladas camionetas llegaron a las aldeas perdidas bibliotecas itinerantes, proyecciones cinematográficas, teatro, museos ambulantes.


José Luís Cuerda, el director de la película


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1947. Director, guionista y productor de cine

Tras realizar varios cortometrajes en 1982 dirigió su primer largometraje, Pares y nones. Con su siguiente película El bosque animado (1987) inauguró en su carrera una nueva etapa caracterizada por un humor surrealista con profundo sabor español. Sólo dos años después llegaría el que sería su gran éxito de taquilla y el trabajo que lo consagraría como realizador, Amanece que no es poco, 1988, que junto al mediometraje para televisión Total, en 1983, y el largo Así en el cielo como en la tierra, en 1995, conforma un tríptico con un elemento en común: el humor absurdo. En 1991 realizó La viuda del capitán Estrada, en 1993, Tocando fondo, en 1999 hizo La lengua de las mariposas, en 2000 Primer amor, y en 2006, La educación de las hadas.

Manuel Rivas, escritor del cuento


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1957

La totalidad de su obra literaria se desarrolla en lengua gallega, aunque también escribe artículos periodísticos en castellano.Su libro de cuentos ¿Qué me quieres amor? (1996) incluye el relato La lengua de las mariposas. Su obra se completa con los libros de relatos Ella, maldita alma (1999), La mano del emigrante (2001), y Las llamadas perdidas (2002).

Es autor de tres novelas cortas: Los comedores de patatas (1992), El lápiz del carpintero (1999), Premio de la Crítica española, llevada al cine por Antón Reixa, y En salvaje compañía (1994). Sus últimas obras son El héroe(2006), teatral, y Los libros arden mal (2006), una novela.

Rafael Azcona. escritor del guión


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Rafael Azcona. Logroño, 1926

Es el exponente máximo, como guionista, del realismo crítico español. Siempre colaboró con directores que compartieran su interés por reflejar la realidad española en el cine. Algunas de sus películas son El Pisito (1959), El cochecito (1960), Plácido (1961), El verdugo (1963), La gran comilona (1973), La escopeta nacional (1978), La vaquilla (1985)

Posteriormente escribió para Carlos Saura, La prima Angélica y ¡Ay, Carmela!, para Fernando Trueba, El año de las luces (Oso de Oro en el Festival de Berlín) y Belle époque, (Oscar de Hollywood a la mejor película extranjera), para José Luis García Sánchez, La corte de faraón y Tranvía a la Malvarrosa. Uno de sus últimos guiones es el de La lengua de las mariposas. En 1988 recibió el Premio Goya al mejor guión por El bosque animado y en 1998 el Goya Honorífico a toda su carrera.

La lengua de las mariposas

Manuel Rivas

(Texto completo)

«¿Qué hay , Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas».

El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes.

«La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa». Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Que maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe.

Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un «picarito», la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre.
«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»
Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la batalla del Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado.

Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. «Pareces un gorrión».

Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.

«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»

Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo'. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si les dijera a mis padres que estaba enfermo.

El miedo, como un ratón, me roía por dentro.

Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela.

Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda.

«A ver, usted, ¡póngase de pie!»

El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mi. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mi me pareció la lanza de Abd el-Krim.

«¿Cuál es su nombre?»

«Gorrión»

Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.

«¿Gorrión?»

No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda.

Y fue entonces cuando me meé.

Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos.

Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mi. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mi, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires.

Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. «Tranquilo Gorrión, ya pasó todo».

Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela.

Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche.

Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.

El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. «¡Me gusta ese nombre, Gorrión!». Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo:

«Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso». Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. «Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quien le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta».

A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.

«Una tarde parda y fría...»

«Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?»
«Una poesía, señor».

«¿Y como se titula?»

«Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado»

«Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación»

El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.

«Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel

se representa a Caín

fugitivo, y muerto Abel,

junto a una marcha carmín...

«Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?», preguntó el maestro.

«Que llueve después de llover, don Gregorio».

«¿Rezaste?», preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.

«Pues si», dije yo no muy seguro. «Una cosa que hablaba de Caín y Abel».

«Eso está bien», dijo mamá. «No se por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo».

«¿Qué es un ateo?»

«Alguien que dice que Dios no existe». Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.

«¿Papá es un ateo?»

Mamá posó la plancha y me miró fijo.

«¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?»

Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios.

Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios.

«¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?»

«¡Por supuesto!»

El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido.

«El Demonio era un ángel, pero se hizo malo».

La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras.

«El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?»

«Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la escuela?»

«Mucho. Y no pega. El maestro no pega»

No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, «parecen carneros» y hacía que se dieran la mano.

Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio.

«Si ustedes no se callan, tendré que callar yo».

Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país.

Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.

Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.

«Las patatas vinieron de América», le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío.

«¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas», sentenció ella.

«No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz». Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían.

Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.

Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las gándaras, el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois. Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol.

De regreso, cantábamos por las corredoiras como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: «Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión».

Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. «No hacía falta, señora, yo ya voy comido», insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: «Gracias, señora, exquisita la merienda».

«Estoy segura de que pasa necesidades», decía mi madre por la noche.

«Los maestros no ganan lo que tienen que ganar», sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. «Ellos son las luces de la República».

«¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!»

Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia.

Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía.

«¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza»

«Yo a misa voy a rezar», decía mi madre.

«Tu, si, pero el cura no»

Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría «tomarle las medidas para un traje».

El maestro miró alrededor con desconcierto.

«Es mi oficio», dijo mi padre con una sonrisa.

«Respeto muchos los oficios», dijo por fin el maestro.

Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento.

«¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas»"

Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca vi sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta.

Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: «¡Arriba España!» Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos.

Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.

Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano.

«¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil»

«¡Santo cielo!», se persignó mi madre.

«Y aquí», continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, «Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo».

Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas.

Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.

«Están pasando cosas terribles, Ramón», oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad.

Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.

«Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo»

Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: «Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda».

Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave: «Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro».

«Si que lo regaló».

«No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regalo!»

Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.

Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.

Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero q quien llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro.

Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos.

«¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!»

«Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!». Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. « ¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!»

Y entonces oí como mi padre decía «¡Traidores» con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, «¡Criminales! ¡Rojos!» Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida cara al maestro. «¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!»

Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. «¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡». Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. «Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso». Pero ahora se volvía cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. «¡Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!»

Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: «¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!».

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